José Antonio Forzán Gómez*
Freud se contempló en el espejo. Viejo, cansado, con las adicciones a cuestas y el cáncer enemigo.
Había sido aplaudido y perseguido. Citado y despreciado. Era él un hombre de su siglo, el autor de los sueños y el padre de las pesadillas.
Tan lejos le quedaban sus juegos infantiles, sus rondas y sus primeros libros. Sigmund había dejado de ser niño. Era un genio, un verdadero signo.
Se recostó, pidiendo un vaso con agua, pensó, como siempre, en su madre y en su mundo destruido. Eros y Tanatos, les había dicho. Llorando, entregó el espíritu.
* Coordinador de Ciencias del Lenguaje y Antropología de la Comunicación en la Escuela de Comunicación de la Universidad Anáhuac.
Freud se contempló en el espejo. Viejo, cansado, con las adicciones a cuestas y el cáncer enemigo.
Había sido aplaudido y perseguido. Citado y despreciado. Era él un hombre de su siglo, el autor de los sueños y el padre de las pesadillas.
Tan lejos le quedaban sus juegos infantiles, sus rondas y sus primeros libros. Sigmund había dejado de ser niño. Era un genio, un verdadero signo.
Se recostó, pidiendo un vaso con agua, pensó, como siempre, en su madre y en su mundo destruido. Eros y Tanatos, les había dicho. Llorando, entregó el espíritu.
* Coordinador de Ciencias del Lenguaje y Antropología de la Comunicación en la Escuela de Comunicación de la Universidad Anáhuac.
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