miércoles, 1 de julio de 2009

Alrededor de la mesa (Cuento)

María Celeste Vargas Martínez*

Ayer recibí una llamada. Llegué al edificio por la noche, después de dos desgastantes horas entre el tráfico de la Ciudad de México. Las escaleras estaban a oscuras, cuando suenan las nueve la portera apaga la luz… para ahorrar energía. A tientas subí los tres pisos. Recorrí el estrecho pasillo, sólo se escuchaban los gritos de Martha regañando a sus inquietos hijos. Busqué las llaves en la bolsa de mi pantalón, el teléfono comenzó a sonar. Apresurado las saqué y al hacerlo se cayeron de mi mano. A tientas las busqué en el piso, el teléfono seguía repicando. Abrí apresurado y corrí hasta el aparato.

- ¿Sí? – dije un poco jadeando.
- ¿Dónde estabas te he llamado toda la tarde?
- Hola madre, había mucho tráfico. Esta ciudad cada vez es más complicada…– argumenté yo pero no me dejó terminar la frase.

Mi madre no acostumbraba a saludarme cuando llamaba, una vez al año quizá. “Tu abuela ha muerto”, dijo de forma fría e indiferente. No pude hablar, el dolor se me agolpó en la garganta y atrapó fuertemente las palabras. “Estoy en la terminal y voy al pueblo, si quieres alcánzame allá”, fue todo lo que dijo y colgó. No me preguntó cómo me sentía ni me dijo si a ella le dolía la muerte de su madre. Apreté el aparato con mis manos, bajé la cabeza y en silencio las lágrimas comenzaron a escurrir de mis ojos. No pude frenarlas.

Mi abuela era más que eso, me había cuidado por años mientras mi madre trabajaba como mesera en el otro lado. Me dejó siendo un bebé, dijo: “Nada más me acomodo y vuelvo por él.” Volvió veinte años después, cuando la atraparon en una redada y la regresaron a México. Siempre la sentí lejana.

Mi abuela me crió y me educó a la manera de los hombres del campo, al menos hasta los quince años cuando me vine para la ciudad. A las cinco de la mañana el olor a tortillas recién hechas me levantaba. Me daba en la nariz y algo me decía que tenía que ponerme de pie. Entraba a la cocina, acercaba una silla al fogón y ella, con una sonrisa, ponía entre mis manos un jarro de té y una tortilla con sal. Intercambiábamos algunas palabras y yo salía en busca de las herramientas para ir a la milpa a sembrar o cosechar, según la temporada. Cuando el Sol salía por completo veía a mi abuela a lo lejos. Caminaba aprisa, a pesar de su edad, siempre acompañada de sus perros. Llegaba y me ofrecía las gordas con chile hechas por ella en la mañana. Nos sentábamos en la cerca de piedra y comíamos tranquilos el alimento. Ambos bebíamos de la misma taza el agua de capulín recién hecha. Después se iba y yo la veía alejarse por el camino de tierra que llevaba a la casa.

Al atardecer, un olor a habas y flor de calabaza comenzaba a expandirse por toda la ladera. Entonces mi estómago empezaba a protestar. Recogía las herramientas y me encaminaba a casa. Llegaba directo a la cocina. “Ya siéntate, debes estar muy hambriento. Hoy ha hecho mucho calor y el trabajo se hace más duro”, decía ella tan tranquila como siempre. Ponía frente a mí un gran plato de barro lleno de habas y calabazas tiernas nadando en un delgado caldo de chile verde. Comíamos en silencio. Después, yo iba por agua al pozo y lavaba los trastos mientras ella tomaba su lata llena de maíz cocido y llamaba a los animales. Entonces un extraño: “Pi- pi – pi – pi”, se dejaba escuchar y todas las gallinas corrían apresuradas al encuentro de la mujer que las llamaba. Con pequeños saltitos trataban de alcanzar la lata de las manos de mi abuela:
“Tranquilos, tranquilos que para todos hay”. Sus manos dejaban escarpar el maíz y los animales comían aprisa. Luego se encaminaba al corral y alimentaba a los borregos.

Por la noche, la mujer silenciosa se transformaba. Cuando el Sol se ocultaba mis primos comenzaban a llegar. De uno en uno atravesaban la puerta de la cocina, tomaban una silla y la acercaban a la mesa. Charlábamos un poco mientras mi abuela colocaba humeantes jarros con café negro, acompañadas de pan de yema recién hecho. Cuando había servido la mesa para todos, cuando el frío comenzaba a colarse entre la madera de la puerta, sólo entonces se sentaba ella. Mis manos se entrelazaban alrededor del jarro, lo llevaba a los labios y el caliente líquido bajaba por la garganta y calentaba mi estomago. Después mordía el suculento y suave pan, que tenían un leve sabor a vainilla. Entonces los labios de mi abuela se abrían para comenzar a contarnos todas las historias del campo. Mis primos y yo sabíamos de memoria cada una de ellas, pero todas las noches nos reuníamos para escucharlas nuevamente.

No fui al pueblo al entierro, no deseaba ver su cuerpo delgado y pequeño inerte, ni la procesión al panteón, ni escuchar la tierra seca chocando contra el frío metal. Sólo cerré los ojos e imaginé aquellas noches cuando sus delgados labios probaban el caliente café, sus manos cortaban un trozo de pan y sus ojos verdes se fijaban en los míos y comenzaba a narrar cada una de las historias. La recordé reuniéndonos a todos alrededor de la mesa y entre el café y el pan sus historias volaban, atravesaban el campo y surcaban los cielos estrellados. Cerré los ojos y la vi ahí, amable y sonriente echando las tortillas al comal.

* Licenciada en Periodismo por la UNAM, Campus Acatlán. Especialista en estudios sobre animación. Coautora del blog http://www.animacionenmexico.blogspot.com/ Ha publicado diversos escritos literarios en Letralia, Destiempos, Revista Cultural Ariadna, Ciberayllu, entre otras.

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